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domingo, 22 de abril de 2012

El cielo de los hombres.



Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio et excrucior


Muy temprano esa mañana, Amadeo salió de su casa de la misma manera como lo venía haciendo desde su infancia, cuando al lado de su padre y hermanos recorría de pueblo en pueblo, de feria en feria; vendiendo sombreros, juguetes para los pequeños o cualquier artilugio que pudiera resultar benéfico para el modesto negocio familiar. Cuando cruzó el portal de su humilde casa, dio una corta ojeada sobre su hombro izquierdo, como aquel que sabe lo que hay detrás de sí pero no desea mirarlo de frente. Dejaba atrás años de costumbre, de rutina, de miseria, de cortas alegrías, del hastío que le producía vivir, al final, de todo lo que amaba y odiaba de su ser. Su vida, como la de cualquier ente que vaga por estas tierras atormentadas por los dioses desde no se sabe cuándo, era una enorme ola de repeticiones con leves perturbaciones esporádicas que le sacaban de su curso tradicional, pero que al final del día terminaban por regresar a su estado natural.

A las 8 de la mañana el día era gris y frío como casi todos los de esa temporada, el sol apenas si asomaba, en cambio, lo único que se podía divisar eran los nubarrones, la brisa y la humedad persistente de la noche anterior; el aire seco y polvoroso de hace apenas un par de meses, se había convertido en una masa húmeda de hojas con el color y olor de la muerte, cargado de ese aroma sin una descripción precisa que se percibe en el aire cuando la niebla turbia y gélida hace presencia. Llevaba la mirada ausente, habiendo ya perdido la curiosidad de los ojos jóvenes, solo le restaba descargar su indiferencia sobre esa mezcla cada vez más homogénea del tono gris de las piedras que forman el vetusto suelo de la plaza, desgastadas con el ir y venir de los mercaderes, transeúntes y compradores; animales con todo tipo de pelambre y cualquier cantidad de miembros inferiores. Entre paso y paso lo único que le restaba era rumiar sus propios pensamientos, pues era el fundamento de su diario sustento y allí definitivamente no era válida la desidia, pensaba en cuál sería el discurso que utilizaría para ofrecer su mercancía ese nublado día.

Después de recorrer los caminos oleosos y húmedos por la sal derramada la noche anterior, llegó al que era su lugar de trabajo desde hacía décadas, desde que decidió que más que raíces un hombre anhela costumbre. Fue allí donde, como lo venía haciendo desde su infancia, Amadeo comenzó su diaria prédica. La única diferencia con respecto a todas las mañanas anteriores era el objeto de su discurso; cada día venía al mismo estrecho pasaje de esta plaza, adornado por las telas de araña en los rincones de los arcos otrora color ocre, que hoy en medio del polvo acumulado se tornan grisáceos, cubiertos de extremo a extremo con los años de laboriosa dedicación de los minúsculos insectos que habitan los rincones de cada lugar. Se paraba allí para vender bienes sin mayor relevancia, algunas veces víveres, pan, frutos y vegetales de estación. Otras veces ofrecía antigüedades, estas últimas con la enorme ventaja de un posible parroquiano más despistado que desafortunado, quien no muy docto en las lides de adquirir estos raros elementos, podría resultar en la gran venta del día. Al final decidió que esa mañana se dispondría a vender algo verdaderamente importante, un secreto que la humanidad había estado esperando por siglos. Quizá, ni siquiera él mismo comprendía la importancia de lo que quería vender en un día tan poco memorable para el mundo, pues su móvil no iba más allá del deseo de obtener un par de doblones extra para sus cada vez más débiles arcas personales. Sin embargo, basado en la experiencia matutina de cada domingo, en una plaza rebosante siempre de almas hambrientas y deseosas, sabía que sus expectativas, económicas claro, no podían ser mejores.

Después de tantos años en estas plazas de mercado, había descubierto que no importa el objeto que ofrezca, siempre habrán personas interesadas en sus mercancías, bien sean, indispensables, solo importantes, o completamente banales en innecesarias.

El hambre del mundo no tiene límite, mezquina o virtuosa un alma siempre será un alma, y siempre tendrá hambre –pensaba para sí mismo, mientras recogía la mercancía que no pudo ser vendida al terminar de su jornada cada atardecer, no obstante a que siempre regresaba a su hogar con algo en los bolsillos. Fue tal vez la cosa más importante que aprendió en su diario vivir, al menos desde su consciencia, pues la mayoría de las lecciones útiles de su vida pasaban prácticamente desapercibidas.

Damas y caballeros, aquellos que apenas os movéis a cuatro, aún en dos o ya en tres piernas, venid a mí, pues el día de hoy os presentaré el milagro que habéis estado esperando desde el inicio de los tiempos, desde que Adán y su fémina compañía violentaron el mandato de los cielos. Porque os digo mis queridos parroquianos, para los jóvenes no es demasiado pronto y para los viejos tarde tampoco será.

Del mismo modo continuó su enérgico discurso por unos minutos. Al inicio no ganó mayor atención, aquellos que ya lo conocían lanzaban miradas perdidas entre la desconfianza y el desdén. Otros sentían algo de curiosidad por cuanto predicaba el mendaz personaje, pero para quienes la curiosidad era simplemente un lujo de infantes o de ricos era preferible seguir en sus asuntos. A pesar de esto, poco a poco comenzó a concentrar un pequeño grupo de personas a su alrededor.

No miento, en este frasco se encuentra encerrado todo lo que os ha sido prometido desde el inicio, y que aún si acaso lo sabéis, o lo podéis entender, no habéis podido comprobar con vuestros propios sentidos. Toda la verdad me ha sido revelada, he sido bendecido y aquí en esta humilde plaza de mercado os presento mi descubrimiento, que sólo por una muy módica cantidad pasará a vuestras manos.

Uno de sus espectadores le auscultaba detenidamente, era un hombre de aspecto menudo, altiva mirada y actitud pretenciosa, del tipo de personas a quienes sí les es permitida la curiosidad. Se paró frente a él a escuchar su discurso con ánimo más desafiante e incrédulo que curioso. Andreas era un hombre acucioso, de pensamiento agudo y firmes ideas, su frente dividida en dos partes por un marcado seño, denotaba su eterna posición frente al mundo.

Yo no vivo, solo observo y aprendo –se repetía hasta la saciedad, como justificándose cada día frente al mundo por su casi ridícula postura. Sin mayor preámbulo lanzó el primer ataque contra el vendedor.

¿Pero qué dices hombre falaz, cómo te puedes presentar ante nosotros con tan engañosas palabras, cómo es posible que tú, timador impío, hayas podido encontrar lo que todos hemos estado buscando desde el primer amanecer? ¿Acaso crees que no te he visto engañar asnos parados en dos piernas, que terminan enredados entre bagatelas y fruslerías? Cuando no es el pan viejo, es la fruta podrida escondida bajo las frescas, no tienes nada que ofrecer más que otro engaño –reclamó sin aflojar su expresión ni por un segundo.

No os engaño, en este frasco se encuentra todo aquello que habéis deseado desde que entre llanto, sudor y sangre vuestras madres os arrojaron a este mundo. No es necesario que roguéis más a los cielos, ni que temáis a los infiernos, pues aquello yo aquí os presento no requiere ni una sola plegaria más, al templo solo será necesaria vuestra asistencia para recibir la ración semanal de miedo e ignominia.

No obstante el convencimiento con que el vendedor presentaba su mágico producto, Andreas se negaba a aceptar que aquel hombre insignificante hubiera podido encontrar aquello en lo cual había invertido los buenos años, aquellos que ya se habían ido y no regresarían; aquello que le había quitado el sueño por décadas y le seguía siendo esquivo, mientras miraba como los seres entraban, salían y volvían a entrar por las puertas de su vida, delanteras en algunas oportunidades, traseras en otras. Más que cualquier otra cosa, le resultaba impropio el encontrarse indigno de la revelación, mientras aquel desdichado se había hecho con ella.

¿Y cuál ha sido el producto de tu alquimia, que acaso lograste convertir el plomo en oro como tus ancestros estafadores prometieron? Quimeras traes y ofreces, nada más que eso. ¿Cómo puedes afirmar que no se necesitará jamás del favor de ningún dios, y a la vez hablas de verdades reveladas, quién te las ha revelado?  –Amadeo, haciendo caso omiso de sus ataques pero sin perder de vista a su juez siguió predicando.

Con el contenido de este frasco lo tendréis todo, no habrán más búsquedas, no más hambres, no más vacíos en vuestros atribulados corazones, cómo podéis ver mejor negocio no puede haber en este mundo ni en ningún otro. Mayor que la lujuria despertada por la más tierna y cautivadora doncella, más allá de lo que las riquezas podrían ofreceros.

Lo que sea que se encuentre en ese frasco, no lo necesitamos –gritó desde un rincón un tercer hombre, en medio de un montón de trapos sucios, cartones, botellas vacías y cualquier cantidad de accesorios requeridos para sobrevivir una noche fría a la intemperie.

¿Lo ves, hasta un mendigo puede ver lo evidente de tu engaño? –replicó una vez más Andreas, satisfecho por el apoyo recibido de improviso, esto sin imaginar la respuesta que le esperaba.

Ya amaina tu plumaje hombre necio, que el motivo de tu predicamento no va más allá de tu propia vanidad insatisfecha, lo que tus palabras claman es la indignación de verte vencido por este pobre infeliz al que consideras tan inferior a ti, porque desde que eras un crío aprendiste que aún para ser un sabio se requiere de clase. Es eso y la envidia de ver en las manos de otro, la única cosa que creías que te convertía en un hombre especial, en un ser menos miserable que el resto de estas ánimas que deambulan sin saber de dónde ni para dónde; sientes el azote de la verdad en tu cara, ahora sabes que eres tan pobre y vacío y que tu existencia es tan fútil como la de todos nosotros. Gracias al contenido del frasco de aquel que has convertido en tu adversario, estás al mismo nivel en que yo me encuentro, yo que grito desde la piedra fría y que me cubro con trozos de papel y retazos de tela cada noche –Es un hecho que la enfermedad, la muerte y la ignorancia, son capaces de convertir al mendigo y al rey en hombres iguales–. Así vendas tu propia alma por el contenido de ese frasco, no te servirá de nada. 

Y tú, vendedor de miserias, lo único posible sobre esta tierra capaz de cumplir tus promesas es el veneno, y si lo que tienes allí en ese frasco es tu propia cicuta, pues mejor tómala y termina tu tonta prédica.

No represento aquello que os ofrecen desde los púlpitos, pues de sus supuestos frutos nunca he disfrutado y sé que vosotros tampoco, pues solo aquel que levanta su dedo sagrado puede usar y abusar de su poder; lo que ofrezco está aquí y ahora, ni en lo que fue ni en lo que será. 

Los hombres necios gozan de un particular don, pueden vivir en dos universos, el de los demás humanos y el que crean para ellos mismos. Su universo cuenta con reglas únicas y exclusivas que solo aplican para ellos, por supuesto según su conveniencia; desafortunadamente esta singular transmutación de la vigilia tiene dos problemas, por un lado se hace en modo inconsciente, por el otro y aún más grave, están absolutamente inocentes del hecho que todos los universos son el mismo, que es ninguno. Andreas encarnaba todas estas características, así que simplemente hizo caso omiso de las palabras del mendigo, y prosiguió.

¿Cómo es posible que esté encerrado en ese frasco?, aquello que todos buscamos no puede ser encerrado en un frasco, es algo divino, y la divinidad no cabe en tus sucias manos.

¡Ah de vosotros! mis queridos amigos, ¿por qué creéis que todo lo importante proviene de lo divino, y si acaso existe algo de divino, por qué tiene que ser majestuoso. Que acaso no sois capaces de ver lo grandioso en lo simple, lo majestuoso en lo insignificante, en el vacío o en la nada? Pobres almas mías, porque no hay deleite en ello. Habéis decidido vivir en medio del ruido del mundo, tanto que no sabéis ni siquiera cómo suena vuestra propia voz. –Continuó así la discusión entre los hombres por unos minutos, hasta que finalmente Andreas, como era de esperarse, haciendo caso omiso de sus prevenciones y dejando a un lado su propia lógica, accedió a la curiosidad, o al menos como lo pensaba él, en "pro del conocimiento".

Caminó hacia un rincón de la plaza, sus pensamientos eran un mar borrascoso, sin orden alguno en ellos, solo deseaba saciar su sed. Su avaricia le corroía las entrañas, como un niño al retirar el empaque de sus regalos de cumpleaños, no le importaba nada, solo abrir el frasco y obtener en sus manos el objeto de sus deseos, todo su cuerpo trepidaba incesantemente en una mezcla de miedo y éxtasis. Sin darse cuenta, su objeto se había convertido en todo aquello que antes había desdeñado. En ese preciso lugar, en esa esquina de la plaza, en medio de gallinas, cerdos y quesos, él mismo había producido su propia magia, su propio milagro, con una botella entre sus manos había tocado el punto más bajo al que puede caer un hombre, la creación del mito.

Finalmente se armó de valor, intentó fuerte pero en vano calmar sus temblores, respirando una larga bocanada del aire húmedo del momento se dispuso a abrir su preciada posesión.

El contenido del frasco no parecía tener nada de particular, más bien parecía no contener nada o si se quiere ser algo más precisos, nada diferente a simple aire. Comenzaba a pasar por su mente la inevitable pero anhelada conclusión. Empezó a hacer un minucioso examen del frasco y su contenido, intentó detectar alguna característica especial con sus sentidos, agudizó su olfato al máximo, lo inspeccionó minuciosamente con sus ojos, al mismo tiempo que lo frotaba entre las palmas de sus manos, llego al extremo de ponerlo por un momento en su boca para ver si lograba extraer la información allí contenida, información que con tanta vehemencia  prometía el vendedor. 

Mientras tanto Amadeo, ya habiendo cumplido con su misión para ese día se dispuso a regresar a casa, no sin antes repetir como al final de cada una de sus jornadas: 

El hambre del mundo no tiene límite... –A sabiendas o no, del hecho de que tal vez había vendido por un par monedas el modo de calmarla por siempre. Andreas por su parte, solo atinó a decir–: ya lo decía yo, este miserable no podría haber encontrado nada.

Satisfecho por su pírrica victoria tomó su camino de regreso a casa. Dejó el frasco abandonado en medio de la inmundicia del mundo, en aquel rincón de la plaza, el mismo lugar donde acarició brevemente el cielo de los hombres.