Debo empezar por mencionar el motivo inicial de esta entrada, el día de hoy
se conmemoran 112 años de la muerte del gran filósofo alemán Friedrich Nietzsche.
En realidad su obra no se reduce únicamente a la filosofía, también fue
compositor mediocre (según Wagner, creo), poeta y filólogo entre otros mesteres.
Sin embargo, difícilmente alguien podrá negar que su verdadero legado a la
humanidad fue el contenido de sus textos filosóficos.
Hasta hace no más de media hora, tenía en mi mente seguir desarrollando la
idea del párrafo precedente; quizá tocar algunas de sus ideas, textos, cartas,
o algo por el estilo. O por qué no, del juego en que algunas veces me descubro,
preguntándome si el lugar en que me encuentro parado en ese instante, en los
alrededores de la conocida Piazza San Carlo al centro de Turín, fue el mismo
lugar donde este hombre perdió su razón; allí mismo donde se dice que abrazado
a unos caballos cayó sumido en su delirio, de donde le fue arrebatada de su
alma la cordura, alejada para nunca más volver a él. Y si acaso fuera ese el
lugar correcto, deseando también caer abrazado a un caballo inexistente y que lo
que sea que quede de mi cordura sea arrancado allí de un solo tajo.
Todo este discurso estaba en mi mente hasta hace media hora, justo antes de
empezar a leer una hermosa entrada de un blog de un conocido escritor
colombiano llamado Héctor Abad Faciolince, la cual definitivamente sacó de mi
cabeza cualquier otra idea, me obligó a sentarme a escribir algo y así salir
del ostracismo en que me encuentro desde hace ya bastante tiempo. La columna
lleva por nombre “Acuérdate de olvidar” (link) y es un sentido homenaje a los mártires de la vacua lucha, aquella bañada
por ríos de tinta y sangre, la mayoría de ellos lavados al día siguiente, por
más tinta y muchas veces por más sangre. En este caso particular el mártir fue
su padre, asesinado hace 25 años en uno de tantos ominosos días de nuestra
historia. Esa historia de la que ni siquiera nos dimos cuenta que se estaba
escribiendo, mientras desde la comodidad de nuestros hogares crecíamos, quienes
éramos chicos, o simplemente ignoraban, quienes ya no lo eran más. Quisiera
realmente que todas las personas se dieran la oportunidad, al menos un par de
ocasiones, de leer esta columna sin dejarla pasar de largo.
Provista de una prosa amable, una amabilidad que sólo ha podido regalar el
trascurrir de un cuarto de siglo, es un recorrido por las emociones que él y su
familia experimentaron durante y después del amargo episodio, de intimidades, del
perdón que no me es del todo claro si ha llegado, del hastío y la rabia que
produce seguir viendo correr los mismos ríos día tras día, el recuerdo del
cuerpo aún tibio del recién caído. Se nota un marcado énfasis en reemplazar el
mal por el bien, los recuerdos malos por los buenos, el no seguir
desperdiciando cada 25 de agosto rememorando el olor de la sangre, al fin y al
cabo, se desea homenajear la grandeza del mártir, no la bajeza de sus verdugos.
En medio de esta lucha es donde se produce la transición hacia otros caminos,
cambia el tono, ya no es una amabilidad masticada a lo largo de los años, macerada
con el rencor y humedecida con sus lágrimas agrias. En cambio es reemplazada, y
aquí si me es otorgada la licencia de ser tan minimalista y sencillo, por
simple y llana esperanza. Y en ese punto, la catarsis, la purificación; no por
el fuego como era la bárbara usanza católica, sino por la palabra, la siempre pródiga
y verdaderamente santa palabra, de las manos de uno de sus grandes exponentes,
el maestro Jorge Luis Borges.
Los justos
Un hombre que
cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece
que en la tierra haya música.
El que descubre
con placer una etimología.
Dos empleados que
en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que
premedita un color y una forma.
El tipógrafo que
compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un
hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia
un animal dormido.
El que justifica
o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece
que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere
que los otros tengan razón.
Esas personas,
que se ignoran, están salvando el mundo.
Este poema es un canto a la esperanza, a la gratitud por estar vivos; a la
simplicidad del mundo, que enceguecidos por nuestra propia torpeza vemos cada
vez más complicado. En la columna de Faciolince se encuentra un breve resumen
de la interpretación hecha a este poema, por mi parte tomaré algo de allí y
otro material recopilado en la red mientras escribo estas líneas.
Básicamente “el justo” es una figura propia de la mitología judeo-cristiana,
indicativa de aquel provisto de santidad, usando el lenguaje comúnmente asociado.
Reza el Talmud:
“En todo tiempo hay siempre treintaiséis justos sobre la faz de la tierra,
cuando ellos desaparezcan el mundo acabará. No se conocen entre ellos y cuando
uno de los justos muere es inmediatamente sustituido por otro. Se los
representa como extremadamente modestos, humildes e ignorados por el resto de
las personas”.
En resumen, estamos en este mundo gracias a la existencia de estos hombres.
“Nada más que veinte fanegas de tierra -respondió el turco- que labro con
mis hijos; y el trabajo nos libra de tres insufribles calamidades: el
aburrimiento, el vicio y la necesidad”, escribió Voltaire a quien Borges pinta cultivando
el jardín de la virtud, en rechazo a las tesis de moral religiosa vacía y conformista
de Leibniz. Evoca entonces a los amantes de la música, o ¿quién puede afirmar que
no ha sido tocado al menos una vez por una pieza musical? A los que viven
enamorados de las palabras, a aquellos que hacen bien su labor no obstante algunas
veces no les resulte placentera. A la lujuria desenfrenada de los amantes y
también a aquel que goza de uno de los amores simples, el amor por los animales.
A aquellos que cuando niños fueron tocados por “La isla del tesoro” y siendo ya
adultos por el doctor Jekyll. Al que regala el olvido, porque el mismo Borges
lo describió como el único perdón y la única venganza. Y sobre todo a aquellos
que practican la tolerancia cada día.
Cualquier persona que me conozca sabrá que no soy un hombre de esperanzas, de
hecho me parece un poco extraño que un hombre viejo las tenga, pero hoy por la
gracia de la palabra he decidido serlo. Hoy decido, al menos mientras escribo traicionar
mis propias ideas, porque quienes no lo logran siguen bañando el mundo en
sangre. Hoy no esperaré que el azul Melancholia complete su órbita mortal, y
borre para siempre este miserable mundo. Deseo ser solidario con las palabras
de un hombre, porque caminó en la misma plaza que yo y quiero imaginar que
también él se encontró esperando perder la cordura como Nietzsche, quien tal
vez nunca renunció a la desesperanza.
Porque en su último verso Borges nos dice que estos justos son simples extraños,
que ni siquiera ellos mismos saben que lo son, así que tal vez uno de ellos
está leyendo estas palabras, o varios, o ninguno; o quizá sea buena idea empezar
a comportarse como tal, y al menos así estar seguro de que hay un injusto menos
en el mundo.
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